La reciente elección presidencial que dio como ganador a José Antonio Kast marca un punto de inflexión en la historia política reciente de Chile. En su discurso de triunfo, una palabra se repitió con fuerza y de manera deliberada: unidad. Unidad para enfrentar los desafíos profundos que atraviesa el país; unidad para reconstruir confianzas; unidad basada en el respeto al adversario político, entendiendo que, más allá de las diferencias ideológicas, todos somos parte de una misma nación y, por tanto, nos necesitamos.

Sin embargo, ese llamado duró poco en encontrar resistencia. A los pocos minutos de conocerse el resultado electoral, comenzaron en Santiago las primeras protestas protagonizadas por los mismos grupos encapuchados que permanecieron ocultos y en silencio durante gran parte del actual gobierno. Son los mismos que evocan inevitablemente el estallido social: estaciones de metro incendiadas, pequeños y medianos negocios familiares destruidos, barrios completos afectados y hasta intentos de incendiar la casa de gobierno. Hoy, esos mismos grupos vuelven a organizarse y ya anuncian movilizaciones para el mes de marzo.
Entre quienes llaman a estas protestas aparecen organizaciones feministas que, de manera llamativa, guardaron un silencio absoluto frente al caso Monsalve. No hubo consignas, no hubo marchas, no se escuchó el habitual “yo te creo, amiga”, ni se vieron manifestaciones frente al Palacio de La Moneda en repudio a los hechos. Casi cuatro años de silencio. Lo mismo ocurrió con el Colegio Médico, que en términos generales evitó una crítica frontal ante la falta de insumos en los hospitales públicos, salvo contadas y valientes excepciones en algunas regiones.
Tampoco vimos al Colegio de Profesores liderando grandes movilizaciones, aun cuando el presupuesto de educación sufrió el mayor recorte en décadas. Ni a la CUT saliendo a las calles o presionando al gobierno frente a la pérdida de empleos y la casi nula generación de trabajo formal. Ejemplos hay muchos más, todos coincidentes en un mismo patrón: silencio frente a problemas estructurales que afectan directamente a la ciudadanía.
Hoy, esas mismas organizaciones parecen dispuestas a dificultar la gobernabilidad del país, no por las necesidades reales de la nación, sino por una motivación estrictamente ideológica. Se prioriza la confrontación política por sobre el bienestar común, relegando a un segundo plano demandas urgentes como el orden público, el empleo, el crecimiento económico y la seguridad social.
Volviendo al inicio, el presidente electo fue claro: unidad para enfrentar los desafíos del país y respeto por el adversario político. Chile necesita orden, necesita trabajo y necesita crecer, pero por sobre todo necesita respeto. Respeto a la democracia, a la voluntad soberana expresada en las urnas y a una ciudadanía que ya no tolera que sus problemas sean utilizados como herramientas de presión política.
La verdadera prueba para Chile no será solo el nuevo gobierno, sino la capacidad de todos los actores —políticos, sociales y gremiales— de anteponer el país por sobre la ideología. Solo así podremos avanzar.
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Héctor Zúñiga Gajardo – Lector diario La Razón
