
Hay empresas que cambian la manera en que viajamos. Y luego hay otras que, sin avisar, empiezan a cambiar el modo en que vivimos. Airbnb nació como una solución práctica: un sitio para encontrar alojamiento, compartir una habitación o alquilar una casa. Pero ahora, lo que ofrece va mucho más allá de una cama.
La plataforma ha comenzado a integrar un catálogo de servicios que cubre cada necesidad del viajero moderno. Ya no se trata solo de hospedarse: ahora puedes contratar un chef privado, un fotógrafo profesional, un servicio de catering o experiencias culturales diseñadas a medida. Todo puede coordinarse desde el móvil, con un par de clics. Una boda en la Toscana, una cena íntima en Lisboa o un shooting en Marruecos: Airbnb quiere estar en cada uno de esos momentos.
Pero cada nueva funcionalidad trae consigo algo más: un nuevo intermediario. Porque el chef que antes podías contactar directamente en una empresa local, ahora te lo “ofrece” Airbnb. Lo mismo ocurre con el fotógrafo o el guía. No importa si tú lo encuentras o si él se inscribe en la plataforma: el nexo es Airbnb. Y el nexo cobra. Cobra mucho.
La empresa no cocina, no toma fotos, no conduce una furgoneta ni sirve el vino. Pero cobra por hacerlo posible. Se ha instalado como el actor que centraliza el deseo del cliente y lo reparte en pequeñas piezas a quienes lo ejecutan. En esa operación, fragmenta vínculos, desdibuja responsabilidades y pone precio al acceso. Lo que antes era contacto directo, ahora es interfaz.
Ese paso intermedio no es neutro. Introduce una lógica en la que la plataforma se reserva los beneficios más estables mientras traslada el riesgo a quienes están al final de la cadena: cocineros, guías, anfitriones, artistas o transportistas. La comodidad se digitaliza; la precariedad, no.
El sistema funciona porque responde a una necesidad real. Muchos —especialmente migrantes o jóvenes sin red— ven en estas plataformas una oportunidad para ingresar al mercado laboral. Pero lo que comienza como una puerta abierta termina a menudo en una sala sin salida: jornadas extensas, tarifas impuestas, comisiones que reducen el ingreso al mínimo. La libertad de ofrecer tu talento se transforma en la obligación de estar siempre disponible. Siempre visible. Siempre conectado.
El turismo es un terreno especialmente fértil para este modelo. Ciudades como Barcelona conocen bien esa tensión. Algunos vecinos incluso han comenzado a usar frifrís —atomizadores de agua— como gesto simbólico ante el exceso de turistas: una protesta poética contra la invasión cotidiana. No es desprecio, es el cuerpo pidiendo espacio. Lo que se pierde no es solo la tranquilidad, sino el sentido del lugar.
España no está sola en esa encrucijada.
En Chile, por ejemplo, Airbnb proyecta que sus huéspedes y anfitriones generan más de 1,23 billones de pesos chilenos anuales (unos 1.400 millones de dólares) para la economía nacional, con ciudades como Valparaíso y Santiago experimentando una fuerte transformación de su mercado de vivienda. En la Región Metropolitana, un anfitrión promedio percibe alrededor de 7.000 dólares anuales, con una ocupación cercana al 45%. Detrás de esas cifras, sin embargo, crece la preocupación por el “superturismo”: el impacto sobre barrios residenciales y la expulsión progresiva de habitantes locales.
En México, el fenómeno alcanza una escala aún mayor: más de 23.000 alojamientos activos solo en Ciudad de México, con una tarifa media de 995 pesos por noche y estancias de cinco días. Airbnb declaró haber contribuido más de 145 mil millones de pesos a la economía mexicana, pero diversos estudios muestran que su expansión ha afectado directamente la ocupación hotelera y disparado los precios de arriendo en zonas turísticas. En barrios como Roma o Condesa, los carteles de “se renta por días” ya superan a los de “se alquila por mes”.
Y en Portugal, la situación ha llevado al límite la convivencia entre turismo y vivienda. Lisboa cuenta con casi 14.000 listados de Airbnb, con tarifas promedio de 105 euros la noche y tasas de ocupación cercanas al 82%. En 2023, la plataforma generó más de 2.400 millones de euros en ingresos para el país y sostuvo unos 55.000 empleos indirectos, según datos oficiales. Sin embargo, el auge ha tensionado al mercado inmobiliario hasta el punto de que el Gobierno portugués ha debido frenar nuevas licencias de alojamientos turísticos en varias ciudades costeras.
España, Portugal, México y Chile comparten así una misma paradoja: economías cada vez más dependientes del turismo y, al mismo tiempo, más vulnerables a su efecto sobre la vida cotidiana.
Airbnb navega con soltura entre esas grietas. No hay normativa laboral que realmente la alcance. No hay convenio que se le exija. Opera por fuera del contrato tradicional, pero dentro de todos los beneficios del mercado. Y su nuevo impulso no es menor: busca transformarse en el operador integral del turismo personalizado, desde la cama hasta el brindis. La promesa es tentadora. El costo, difuso.
Aun así, quedan alternativas. En muchas regiones, los convenios colectivos siguen siendo un suelo que evita la caída libre. Y empiezan a surgir iniciativas que priorizan el vínculo directo entre quien ofrece un servicio y quien lo recibe: proyectos cooperativos, empresas locales, plataformas más responsables. No son muchas, pero existen. A veces, basta con buscarlas con calma.
Desde el otro lado de la pantalla, como usuarios, quizá valga la pena preguntarnos por el precio real de la facilidad. No en términos de culpa, sino de conciencia. Cada vez que elegimos una plataforma, también elegimos una forma de organizar el trabajo. Una forma de vincularnos.
Porque no todo lo que puede simplificarse, conviene simplificarlo. A veces, lo humano está justamente en la fricción: en esa conversación directa, en ese trato de tú a tú, en ese tiempo que no puede comprarse con un clic. Y es ahí donde la gastronomía regenerativa ofrece una respuesta distinta: recordarnos que restaurar no solo significa devolver vida a la tierra, sino también al vínculo entre las personas. Cocinar, servir o compartir una mesa son actos que se oponen a la despersonalización tecnológica. Son espacios donde el contacto directo vuelve a tener sentido, donde el valor no está en la velocidad, sino en la presencia.
Regenerar, en su sentido más profundo, es volver a humanizar. Es entender que el futuro del trabajo, del turismo y de la hospitalidad no puede reducirse a una interfaz ni a un algoritmo. Que lo verdaderamente sostenible —en la tierra y en la vida social— sigue siendo el encuentro entre personas. Ahí, en esa conversación que ninguna inteligencia artificial puede reemplazar, se juega el verdadero valor de lo que hacemos.

Por Guillermo Rivera Reyes – Director culinario y divulgador de gastronomía regenerativa.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE DIARIO LA RAZÓN