Columna de Francisco Letelier | La urgencia de lo comunitario como una política de Estado

Necesitamos recuperar un anclaje colectivo a la vida social. Tener mejores organizaciones comunitarias ayuda a que la sociedad recupere mecanismos locales más complejos para procesar sus malestares y transformarlos en demandas y mandatos que puedan sostenerse en el tiempo.

Si algo ha quedado claro de la última elección, es la enorme desafección que sienten las personas respecto de la política institucional. Quienes logran encarnar una promesa de cierto cambio y una forma de castigar a los demás partidos o al gobierno suelen cosechar buenos resultados. Eso, unido a la enorme cantidad de votos nulos, parecen sustentar la idea de que lo que prima hoy es lo que Juan Pablo Luna ha llamado el “voto destituyente”. A nuestro entender, la pérdida de legitimidad del sistema político chileno, y la desafección que sienten las personas hacia él, es un dato estructural.

Si la política convencional no es un espacio valorado donde producir lo social, ¿dónde las personas están expresando su interés por lo público y lo común? Y antes de eso ¿dónde aprenden a construir acuerdos, a valorar las diferencias, a diseñar soluciones colectivas, a priorizar, etc.?

Investigando la sociedad chilena de inicios de los años 70, el sociólogo español Manuel Castell constató que por ese tiempo más del 50% de los chilenos y chilenas participaban de organizaciones vecinales. Lo comunitario era un espacio de aprendizaje y expresión de lo político, es decir, de formas de construir acuerdos, priorizar y producir decisiones colectivas. Pero en el año 2000, después de diez años de gobiernos democráticos, el porcentaje de participación en organizaciones comunitarias vecinales había descendido a 30%. En 2009 a 20% y en 2017 llegó solo a un 7% (CASEN, 2000, 2009 y 2017).

Con membresías muy pequeñas, muchas de estas organizaciones se han convertido en grupos más o menos cerrados, que miran con recelo a “los otros” que no participan de las reuniones. Desanclados de las propias redes comunitarias, terminan más bien dirigiendo su mirada al Estado, sus políticas y operadores. El hecho de que, para muchas organizaciones, la principal manera de lograr recursos sea participar de fondos concursables, donde lo que gana uno lo pierde el otro, no hace más que profundizar este cuadro.

La organización comunitaria vecinal, que había sido una de las grandes escuelas de formación política, de convivencia en la diferencia, de resolución de conflictos y de producción de decisión colectiva autónoma, está en crisis, producto de un proceso de desarticulación que se inició luego del Golpe del 73 y se mantuvo durante el proceso de transición a la democracia, agudizado en las décadas siguientes a través de la descolectivización de la relación entre sociedad y políticas públicas.

Junto con disminuir el número de personas que participan en ellas, estas organizaciones se han fragmentado, encerrándose en sí mismas. Cada nueva villa y población crea su propia organización, que no colabora con organizaciones vecinas, sino que se ve obligada a competir. Su acción queda circunscrita a problemas de muy pequeña escala, generalmente vinculados a aspectos físicos, como mejoramiento de veredas, reparación de viviendas, instalación de lomos de toro, gestión de áreas verdes. Todos son relevantes, sin embargo, se excluyen temas que afectan cotidianamente a las personas como salud, educación, protección social, trabajo, entre otros.

El estallido de octubre, esa inmensa energía telúrica que recorrió Chile, empujó a muchas personas a buscar, en sus propios territorios, nuevos espacios de colectivización como cabildos y asambleas barriales. Esto, sin duda, dinamizó la vida comunitaria.

Pero la fuerza centrífuga del proceso constituyente, sumada a una política de confinamiento familiar, terminaron por volver, aparentemente, todo al estado anterior. Mientras, otros episodios de movilización ciudadana, que han sido particularmente intensos, vinculados a temas ambientales, educacionales o territoriales, no han logrado asentarse ni sostenerse. Emergen y desaparecen con la misma rapidez del ojo público. Creemos que esto sería distinto si los tejidos comunitarios territoriales fuesen más fuertes y densos, si ese 7% fuese un 15 o 20% y si el nivel de fragmentación y poco poder de las organizaciones no fuese el que es.

Al respecto, desde hace años, varios hemos alertado sobre el gran error de los gobiernos de no haber invertido en promover procesos de colectivización y fortalecimiento comunitario-vecinal. Es impresionante constatar que en 40 años no ha habido ningún esfuerzo importante por reconstituir los tejidos asociativos y su capacidad para participar en la producción de la sociedad.

El gobierno actual tiene una oportunidad histórica de revertir lo anterior. En tiempos de desafección y debilidad de la democracia, el fortalecimiento de la esfera comunitaria podría ser un eje de su agenda, especialmente porque hay un gran número de iniciativas distribuidas en distintas áreas de su programa de gobierno que tienen una relación evidente con el ámbito comunitario. La cuestión comunitaria puede complementar las estrategias que buscan el fortalecimiento de lo estatal (resistidas en una sociedad que desconfía del estado) y abrir caminos alternativos frente a aquellas que solo ven la articulación estado-mercado como única posibilidad.

Por lo pronto, nos parece que hay tres acciones que pueden ser tomadas en el corto plazo.

Primero, impulsar la discusión de un proyecto de reforma a la Ley 19.418 de Juntas de Vecinos y Organizaciones Comunitarias, que fue presentado en 2019 por un grupo transversal de senadores y senadoras. Es un proyecto que en nuestra opinión va en la dirección correcta: devolver poder a las organizaciones y promover su articulación.

Segundo, darle un giro a la celebración del Día del Dirigente Social transformándola en un momento para fomentar, visibilizar y valorar la organización comunitaria. Es sano que una sociedad reconozca el esfuerzo de personas que de manera desinteresada dedican parte de su tiempo al desarrollo de sus comunidades. Sin embargo, al centrarse en celebrar la figura de quienes ejercen la dirigencia se suelen invisibilizar los esfuerzos colectivos, que son los que dan sentido a la existencia de la organización. Por otro lado, como todo día celebrado, tiene el problema de que el resto del año nos olvidamos de las organizaciones sociales. Un día de atención puede hacernos creer que estamos haciendo lo suficiente, cuando en realidad no somos conscientes del enorme déficit en materia de participación ciudadana y fortalecimiento de la sociedad civil que tiene nuestro país.

Tercero, fortalecer iniciativas como el Centro de Formación Diálogo y participación, que el Ministerio de Vivienda y Urbanismo recientemente ha creado, ampliándolo y convirtiéndolo en una política pública descentralizada, autónoma y permanente. O la de Centros Comunitarios de Cuidado, ampliando su cobertura proyectada y convirtiéndolos en dinamizadores de la vida comunitaria local. O la iniciativa del programa Red Cultura en su dimensión de asociatividad y activación comunitaria, del Ministerio de las Culturas y las Artes, en el fomento de una ciudadanía cultural con anclaje comunitario.

Si bien estas tres acciones son un buen punto de partida para impulsar un proceso de fortalecimiento de lo comunitario como esfera distinta a lo estatal y a lo mercantil, es imprescindible que se articule un discurso coherente y sencillo que lo ponga como un horizonte en torno al cual construir consensos políticos amplios.

Este acuerdo debería considerar avanzar en políticas de lo comunitario (o bien terminar con políticas anti-comunitarias), es decir, aquellas destinadas a reconocer, respetar, facilitar y ampliar los mecanismos comunitarios que permiten la reproducción de la vida. Estas políticas deberían considerar al menos tres objetivos: reponer el lugar de lo comunitario en la geografía del poder; reconocer y promover la acción autónoma de lo comunitario en la satisfacción de necesidades colectivas, devolviendo espacios que el Estado le ha ido quitando históricamente; y mejorar las condiciones socio-materiales y simbólicas para su despliegue, asegurando, por ejemplo, entornos adecuados y tiempos necesarios.

Necesitamos recuperar un anclaje colectivo a la vida social. Tener mejores organizaciones comunitarias ayuda a que la sociedad recupere mecanismos locales más complejos para procesar sus malestares y transformarlos en demandas y mandatos que puedan sostenerse en el tiempo.

Las organizaciones y redes de base deben hacer su trabajo, articularse, construir procesos autónomos, pero, paradójicamente, hoy se requiere que lo comunitario sea una agenda de Estado.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN

Francisco Letelier – Académico del Centro de Estudios Territoriales de la Universidad Católica del Maule.

[Nota del autor: Esta columna fue escrita con la colaboración de Juan Pablo Paredes (del Centro de Estudios Territoriales de la Universidad Católica del Maule) y de Víctor Fernández (del Programa de Intervención Comunitaria de la Universidad de Las Américas)]

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