El secreto del Islam y sus desconocidas raíces

Sra. Directora:

Desde muy joven, allá muy lejos y hace tanto tiempo, me propuse indagar en lo profundo de la historia universal, bastante por encima de los textos ordenados que, desde siempre nos sugirieron asumir a modo de verdades absolutas, indiscutibles.
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Empero, una relación causal cuyas raíces no fueron abordadas por los Eruditos del conocimiento, conforme he podido chequearlo, se encuentra en un curioso estamento silente.
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Siempre se ha sostenido que un sujeto –Mohamed-, duplicando y con una por demás, marcada exactitud al episodio bíblico del Éxodo, en el Libro de los Hebreos, recibió del Creador, digamos que un nuevo Mensaje.
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Que el preindicado beduino literalizó con una denominación más autóctona –El Corán-, entre las dos décadas que separaron los años 610 y 630 de nuestra Era Cristiana.
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Sin embargo esas datas, sólo nos hablan de fechas y presuntas autorías, pero, excepto la notable y acaso inigualable riqueza expresionista de sus versos, nada se ha relatado acerca de la magnificencia que implicó ese nuevo culto religioso emergido en Asia pero diseminado en el norte de África, tal vez, incluso más raudamente.
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Cual un abrumador reguero de pólvora que, les permitió a sus noveles súbditos, ingeniárselas para una masiva invasión a la Iberia pre hispánica, apenas ochenta años después de haberse concebido una religión tan curiosa, inédita.
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Muy en lo profundo, me hice a la idea que, a la orfandad de un conocimiento serio y no enciclopédico como a todos no lo enseñaron, deberemos de atribuir tanta ignorancia historiográfica.
 
Toda vez que si hurgamos un poco más, encontraremos sin esfuerzo ni imaginación desmedida que, esa media luna que aún jalona a casi todos sus pueblos devotos el indeleble signo de sus conquistas y triunfos, tuvo una motivación mucho más específica de lo que las mayorías supusieron siempre.
 
En otras palabras, si una, por sobre otras motivaciones, hizo de piedra angular en el surgimiento de un colosal Imperio Religioso sin igual, se debió mucho más a factores exógenos que a los endógenos, desde siempre se han preconizados como inmutables, indiscutibles.
 
Y esta fue, la degradación del Cristianismo, luego de haber sido tan romanizado y tan infortunadamente.
 
Ello así, por cuanto para esos tiempos, el Gobierno del Papado en dónde hoy se encuentra emplazado el Vaticano, sufría una corrupción esencial que para los, por entonces Infieles, a todas luces, era ya demasiado tóxico, lujurioso y divorciado del primitivo Mensaje Evangélico que, hasta doscientos años antes, había regado entre sus Estoicos Feligreses tantos Martirologios.
 
Y que, hasta el instante mismo de sus crucifixiones, primero en el Circus Maximus y luego en el Coliseum, jamás aprendieron a renegar de la Fe en Nuestro Señor.
 
Fue merced a tantas miserabilidades ofrendadas por unos y otros que, con esos ridículos Báculos de Fariseos se sucedieron en ese trono de oro que, el tal Mahoma -si es que en verdad existió-, inspirado -tal vez-por esa misma dualidad semítica, extraída de un personaje singular como lo fue Aníbal Barca que, algo renovador debía de anteponerse a tantas trilogías que se ubicaban en las antípodas más invertidas a las Santificadas.
 
Y así fue que la nuestra, esa del Padre, Hijo y Espíritu Santo, fue observada por este, diré, innovador, como una notoriamente impía en su seño, ergo, Satanás, El Anticristo 
y el Falso Profeta.
 
Que es cuanto exhibían en esa contemporaneidad y hasta el presente, los sucesivos Obispos de Roma.
 
No adhirió a sus vecinos israelitas, quizás, por la fruición de esa etnia a la adoración sin límites a ese mismo Mámon que, según se cuenta, el propio Moisés destruyó con las tablas que había descendido de su presunta interpretación con un mensaje Celestial.
 
Y menos aún, con una Iglesia, corrompida y sórdida, en la que la política y la acumulación de la riqueza terrenal, bueno, era el cénit de todos esos sórdidos,pomposos y decadentes dictadores romanos.
 
Se podrán dar cientos de miles de vueltas, para decodificar el porqué surgió el Islam, pero se caerá una y otra vez en el fatal error de asignar su nacimiento a otros aspectos, divorciados de una realidad que por casi veintiún siglos nos venimos negando a nosotros mismos.
 
En mi humilde criterio y sabedor que unas cuantas líneas, disparadas brevemente a la velocidad del teclado de mi laptop, no servirán ni por mucho para abordar un ítem tan trascendente, pero obviando más conceptos merituables, en resumidas cuentas, ése es…

Atte.,

Carlos Belgrano


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