A partir de octubre del 2019, Chile vive un momento de su historia marcado por la esperanza de multitudes que demandan en las calles una mayor igualdad y la restitución de derechos sociales, económicos y culturales conculcados por el modelo económico neoliberal. La tragedia sobrevino con la respuesta a estas demandas por parte del Estado y el gobierno de Sebastián Piñera, traducida en una violenta política de control del orden público y de castigos contra la población civil, que generaron una grave crisis en materia de derechos humanos.
A la fecha se contabilizan diez mil denuncias ante los tribunales por delitos contra los derechos humanos, cometidos por agentes del estado. A la muerte de una veintena de manifestantes, hay que agregar los centenares que perdieron total o parcialmente la visión por disparos de balines de la policía y las numerosas víctimas de apremios ilegítimos, de torturas, lesiones de gravedad, abusos sexuales y detenciones arbitrarias. Lo anterior junto a los más de 2.500 prisioneros políticos hablan de una represión cuyos responsables no se encuentran solo en el alto mando de Carabineros de Chile, sino entre las más altas autoridades civiles del Estado.
A la tragedia de la represión se agregaría más tarde la crisis sanitaria provocada por el COVID-19. Hasta el día de hoy se debate sobre lo errático de las medidas adoptadas por el gobierno y las autoridades sanitarias, cuyo resultado son más de 15.000 fallecidos por la pandemia y la renuncia -en plena crisis sanitaria-, del ministro de Salud responsable.
La pandemia puso en evidencia la plena justicia de las demandas por mayor igualdad social y dignidad enarboladas en las manifestaciones populares. La medida de confinamiento obligatorio desnudó los niveles de hacinamiento, precariedad y pobreza de vastos sectores populares y si bien se frenaron las movilizaciones, surgieron otras formas de lucha y de organización de base como los comedores populares y las llamadas “ollas comunes” nacidas como formas solidarias de sobrevivencia y alimentación comunitaria.
La inmensa movilización popular con su secuela trágica producto de la represión estatal, generó un momento esperanzador al abrir posibilidades de cambios estructurales en la sociedad chilena a través del proceso constituyente hoy en marcha y que debiera culminar en una nueva Constitución. Un tránsito que no será fácil dado que las elites lograron imponer limitaciones a la representatividad y al pleno ejercicio de la soberanía ciudadana en la llamada Convención Constituyente, instancia encargada de proponer la nueva constitución.
Los efectos de la represión, las consecuencias de la pandemia y el momento recesivo de la economía con secuelas como la disminución de los ingresos en los hogares, la inestabilidad laboral y el desempleo auguran tiempos de alta tensión social y política. Más aún con un Gobierno errático que finaliza su gestión con un escaso 7% de aprobación ciudadana.
En este contexto, el país debería emprender la solución de tres temas que demandan atención urgente: satisfacer las demandas más sentidas por la población, abordar la crisis de derechos humanos, en la cual se inscribe la actual controversia por una ley de indulto general para los prisioneros políticos de la revuelta, y además emprender la refundación de Carabineros de Chile, tal como lo recomiendan organismos internacionales de derechos humanos.
Sin duda abordar la solución a una crisis tan profunda y múltiple requiere legitimidad y voluntad política para vencer resistencias poderosas, capacidades que las elites en el poder demuestran no tener.
Por esto y a poco más de un año del estallido social de octubre del 2019, afirmamos que en Chile conviven la tragedia de la represión con la esperanza de una sociedad mejor y una buena cuota de incertidumbre.
Los días, semanas y meses venideros señalarán hacia cuál se inclina la historia.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN
Luis Arellano Pastenes – Presidente Corporación de Defensa de los Derechos del Pueblo / CODEPU.