Un hipócrita de los negocios creyó la necesidad de decirle al escritor y humorista estadounidense Mark Twain:
“Antes de mi muerte pienso hacer una peregrinación a Tierra Santa; quiero subir a lo alto del monte Sinaí para leer en voz alta Los diez mandamientos”. Podría hacer usted una cosa mejor todavía —replicó Mark Twain—: quedarse en su casa de Boston y cumplirlos.
Las buenas intenciones suelen ser solo eso, buenas intenciones. Y más aún, cuando ingresan dentro de inciertos debates teóricos originados por presuntas alternativas económicas producidas de la pandemia. La idea de brindar aportes económicos alternativos a la ortodoxia reinante que generen la “percepción”, aunque mal no sea, de construir un mundo más justo, son precisamente eso, buenas intenciones.
Estamos hablando de contribuciones teóricas que, a conveniencia del establishment, diluyen las políticas económicas neoliberales que llevaron al mundo a un paso de la catástrofe, y el Covid-19 se encargó de mejorar. Su intento es desorientar a la población, librarse de pagar el costo político de la ejecución de medidas como concentración del ingreso, desempleo y pobreza, proponiendo en su lugar extraviar el borrador de la ortodoxia económica que tanto dolor causó con políticas de austeridad, fomentando restaurados debates teóricos que generen alguna esperanza.
Mientras las controversias por la percepción simbólica y la guerra cultural se llevan a cabo en la trinchera de las conjeturas, los indicadores económicos consolidados muestran que el relato de un mundo mejor y más justo no solo no existe, sino que está completamente fracturado, extraviado y empobrecido, con una población que recibió el impacto de lleno de una nueva ola de pobreza, cuya situación actual la muestra mucho más expuesta y frágil y ¿con menores posibilidades?
Antes del advenimiento del Covid-19, oleadas de malestar social se estaban extendiendo por los países de renta media. Con algunas excepciones, en general, los principales impulsores del descontento eran los países de América Latina. Sus reclamos están basados en un crecimiento mediocre de sus economías, la falta de movilidad ascendente, mayor pobreza, concentración del ingreso, limitada o insuficiente salida laboral. Incluso en economías con mejor prensa, como la chilena, su gobierno sobrevivió gracias a militarizar las calles, pero la población volverá a manifestarse cuando la hibernación de la pandemia se diluya.
Si la disputa es entre realidad de indicadores y horizontes de teorías inciertas, deberíamos comenzar a ponerle número al debate para entender hacia donde nos dirigimos. Con cifras teóricas y generadas por organismos internaciones, que son portadores de expectativas positivas, tendríamos una contracción del PBI mundial del orden del 5.5%; el desempleo en el primer semestre dejó sin trabajo a 450 millones de personas en el mundo; en América Latina las especulaciones acerca de la caída del producto son cercanas al 10%, y el desempleo aumentó en 50 millones de personas.
Siguiendo con los términos conservadores, en este caso del Banco Mundial, y dependiendo de sus juegos de ingresos entre 2 dólares por día o 3.20 o 5.50, los vaivenes de pobreza alcanzarían los 177 millones de personas en el mundo, y unos 90 millones aumentarán la pobreza extrema. El comercio mundial, según la OMC, caería entre un 13% y 32%, y la inversión extranjera directa, según la UNCTAD (Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo), que en su Reporte de Inversiones 2020 estima la caída en un 40%, y para el 2021 un 10% más, en América Latina las contracciones estarán por encima del 55%.
Comencemos a darle un toque latino a la ilustración: la región representa sólo el 6% de la población mundial, con América del Norte el 13% de la población del planeta y el 53% de los contagios mundiales de Covid-19 y, quizás lo más aterrador, el 55% de la muertes globales, con Estados Unidos incluido, y 35% sin el país del norte. Podríamos agregar a Estados Unidos en nuestro relato, lo que sería toda una licencia, ya que nunca en la historia se pareció tanto a su patio trasero, con olas de desempleados, contagios y muertes descontroladas, pobreza a granel y asesinatos callejeros como en las mejores épocas de los golpes militares. Lo haremos solo parcialmente.
Las medidas de cuarentena y distanciamiento social en América Latina, necesarias para frenar la propagación del coronavirus y salvar vidas, generaron pérdidas de empleo que se estiman para 2020 en 50 millones de desocupados más que en 2019. La merma de ingresos afecta a las personas que trabajan en actividades más expuestas a despidos y reducciones salariales en general, o sea, en condiciones de precariedad laboral. En la región los mercados laborales son frágiles: existe una alta proporción de empleos informales, un 53,1%, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2018), por lo que estamos hablando de pérdidas de empleo y mayor pobreza de las personas registradas.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y otros organismos internacionales elaboran informes conservadores de pérdida de crecimiento, empleo y aumento de pobreza, y consideran que alcanzaría a 250 millones de personas, cifra cercana al 40% en Latinoamérica para el año 2020. Las indulgentes y convenientes proyecciones pasean sus escenarios numéricos en escritos y debates en redes sociales. Entretanto, en algún lugar de ciudad Gótica ocurren hechos concretos, beneficios tangibles, y números esperados pero inapropiados, como lo muestra el cuadro.
Mientras la economía real se descompensa de manera alarmante, el mercado financiero y las ganancias de las grandes corporaciones se pasean por el mundo. No ocurre lo mismo en América Latina, ya que tanto en Brasil como en México, los mayores mercados de capitales de América no tuvieron ganancias anuales. Extrañamente, la bolsa de valores de Caracas (IBC) Venezuela aumentó 745% en el año y el Merval argentino lo hizo en 67.24%. Maduro superó a Tesla y los arreglos de deuda a Facebook. Cuando se generan buenos negocios no importa ni el presidente ni el riego país.
Los números de la pandemia demuestran cómo, por definición, el poder es desigual, ya sea privado o público, la idea es que sea acentuadamente asimétrico, por lo tanto, sería una medida razonable pedirles colaboración a los mayores ganadores de la pandemia donde las desigualdades se han profundizado y acarician lo obsceno. Los dueños de los beneficios han aceptado el convite y participan de la farsa, hasta proponiendo pagar más impuestos, siempre y cuando todo siga igual.
Pondremos unos ejemplos de esta idea, que abarcan al bloque occidental, a la disputa por los beneficios antes del Covid-19 con sus ganancias, sus compulsiva evasión impositiva y la dantesca realidad de lucros actuales. La idea de participar es para tratar de desviar la atención, no sin dar batalla. Antes de que el virus se alojara en el planeta, Europa se debatía por cobrar una tasa a las grandes empresas GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple) y con el arribo de la pandemia, muchas economías entendieron que el estado tendría que estar más presente, y hasta el propio Fondo Monetario Internacional (FMI) recomendó la adopción de medidas fiscales que involucren el aumento de las alícuotas para los tramos más altos de impuesto a las ganancias y bienes personales y colaboraciones de las mayores riquezas.
La idea germinó en Argentina, después de tres meses de espera, y con una cautela inusitada, el gobierno presentó al parlamento un proyecto que llamó Aporte Solidario Extraordinario, para que el establishment no se sintiera agredido con falsas ideas de cargas fiscales. No importa demasiado su falta de coherencia e inclusión con el conjunto de los aportes fiscales, solo tomaremos el relato de los “afectados”. Los damnificados son las empresas o dueños de las mismas que fugaron 90.000 millones de dólares durante el gobierno anterior, y se estiman unos U$S 500.000 millones desde la dictadura militar.
Pero la idea es pedirle una aporte solidaria para que el Estado, que, en general, les paga el 50% de los haberes, salarios que ellos redujeron con el gobierno anterior en un 20% y que ahora acordaron, para no cerrar sus empresas, degradarlo otro 15%, pueda atender las ingentes necesidades. Que se abandona la idea de investigar la legalidad de la deuda, y que quienes más aporten sean el sistema financiero, que ganó U$S 25.000 millones, las empresas energéticas, que alcanzaron U$S 7.000 millones, o el agro, con bajas en la retenciones, que obtuvo unos U$S 5.000 millones. No, solo que colaboren un poco.
Su respuesta a través de los medios concentrados de difusión, de los cuales son dueños o socios, es que resulta contradictorio pedirle colaboración a la inversión privada, que es el motor del crecimiento del PBI, la generadora de empleo y promotora del consumo del país, algo así como matar a la gallina de los huevos de oro. Por lo que ante un alegato tan consistente, uno busca las fluctuaciones de estos indicadores en el gobierno anterior, con el cual las grandes empresas tenían uniformidad de pensamiento en el rumbo económico y lógica política del país. Las tres variables son: una caída del -5% del PBI, un incremento del 60% del desempleo y una disminución del 40% del consumo.
El otro ejemplo es el europeo con las grandes empresas tecnológicas, que, como muestra el cuadro anterior, han tenido ganancias extraordinarias en plena depresión económica, llegando al extremo de incrementar en un solo día la fortuna del evasor Jeff Bezos en U$S 13.000 millones. Antes de la pandemia las empresas tecnológicas tributaban en países de baja fiscalidad, con la posterior remisión de dichas utilidades a paraísos fiscales.
Para evitar este saqueo de sus arcas, muchos países europeos tomaron la iniciativa de gravar estas rentas dentro del Impuesto a las Sociedades, que se enfrentó a la falta de consenso en el seno de la OCDE, tratando de dilatar el impuesto por la oposición de Irlanda, Dinamarca, Suecia y Finlandia. El fracaso de la imposición multilateral solo dejaba el camino de la imposición unilateral, y así lo hizo Francia. Coloquialmente se lo denominó tasa GAFA, porque pretendía gravar los ingresos de Google, Amazon, Apple, y Facebook, aunque están incluidas en su objeto una treintena de empresas multinacionales digitales, siendo las principales de origen norteamericano.
Lo cierto es que, ante la amenaza de aranceles a los productos franceses por parte de Estados Unidos, el Estado galo postergó el tributo para el 2020. Pero la avalancha de beneficios de las grandes empresas tecnológicas dejó al mundo helado y la iniciativa cobró vida nuevamente. Rauda y veloz, y de manera sorprendente, la OCDE informó su intención de retomar en su calendario y en plena pandemia, la definición de un plan de acción común frente al impuesto GAFA. O sea, ante la inminente desvergüenza empresaria y su falta de empatía, la patética Organización para la Cooperación pretende debatir la incorporación del “digital tax” en pleno rebrote del Covid-19.
Como se ve, cuando las desmesurados y abusivos beneficios de las grandes compañías se ven afectados, rápidamente los organismos intervienen y proponen prolongados debates. Cuando necesitan ayuda para mantener sus ganancias, rápidamente los bancos centrales intervienen facilitando liquidez. Cuando hay que afrontar deudas y ayudas sociales, el Estado es un buen deudor. Mientras tanto, la distribución del ingreso se sigue acelerando a su favor. Cuando la pandemia se licúe, la calle será nuevamente el indicador de qué tanto podemos traer para nuestros bolsillos. No nos podemos quedar en casa, porque ellos no van a cumplir los mandamientos.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN
Por Alejandro Marcó del Pont – Lic. en Economía y Magíster en Relaciones Internacionales (Universidad Nacional de La Plata). Analista de economía. Columnista y comentarista en varios periódicos, radios y televisiones internacionales. Bloguero en El Tábano Economista.