El efecto Mateo establece que donde hay, habrá más, y donde hay menos, menos habrá, así el éxito como el reconocimiento quedan relegados siempre a la misma minoría privilegiada. Se llama efecto Mateo por la cita bíblica del capítulo 13, versículo 12 del Evangelio de san Mateo, que dice textualmente: “Porque al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene, incluso lo que tiene se le quitará.
La economía normal siempre fue una economía según san Mateo, aunque algunos dicen que nunca regresará a la normalidad, por lo que el primer impulso es buscar analogías históricas de crisis: ¿1914, 1929, 1941, 1974, 1982, 2007? Lo que destaca cada vez más es la novedad histórica del shock actual, de una lógica universal. Hay algo nuevo bajo el sol, y es aterrador, pero no dista mucho de fortalecer el efecto bíblico, si las sociedades y los Estados no modifican lo dicho por este evangelio.
Vale recordar que la Primera Guerra Mundial y la depresión económica de los años 30 dieron paso a la desaparición de una era pre-globalización, marcada por las barreras comerciales y los controles de capital, algo que vemos resurgir. Pero en aquella década, más del 40% de todos los países entraron en default, muchos quedaron fuera de los mercados mundiales de capital, y la depresión duró, por lo menos, hasta la década de 1950.
Desde antes del Covid-19 los países se endeudaron para luchar contra los desastres económicos del efecto Mateo llamado crisis del 2007. Y esa deuda se está ampliando de manera uniforme para combatir la pandemia de coronavirus y su devastación económica. Para los países desarrollados de Asia Oriental, Europa y América del Norte, esto no ha sido un problema. Han emitido varios billones de dólares en bonos del gobierno a tasas de interés cero, y hasta negativa. Además, los inversores nerviosos acudieron a comprar estos bonos, considerados un refugio seguro en tiempos de incertidumbre.
Para las naciones más pobres del mundo, la historia es muy diferente. También necesitan pedir prestado y gastar para aliviar la crisis, en muchos casos, más que los países ricos. Pero no están viendo el mismo nivel de entusiasmo por sus bonos entre inversores privados. Como resultado, más de cien países han tenido que recurrir al Fondo Monetario Internacional para recibir asistencia de emergencia. El FMI ya aprobó 25 subvenciones importantes para algunos de las naciones más pobres, entre ellos Afganistán, Haití y Yemen. Pero no podrá satisfacer las necesidades financieras extraordinarias del mundo en desarrollo, que el propio Fondo cree que superarán los $2.5 billones de dólares.
Ahora bien, de aquí surgen varias incógnitas que han deambulado por los medios desde hace un tiempo. ¿Cómo será el día después de la pandemia, económicamente hablando? Se especula sobre una supuesta consolidación y expansión del Estado, con una capacidad ulterior para ejecutar políticas de protección social, direccionamiento del desarrollo y reorganización económica, todo ello con los fondos existentes.
Estos son puntos de partida ideológicos, no económicos, porque de tener los Estados financiamiento suficiente para implementar políticas atrevidas podrían consolidar y expandir su accionar. Esta idea, armonizada con un desarrollo equilibrado, direccionamiento productivo y equidad social, más que fortalecer el accionar estatal se convertiría en un artefacto explosivo poco conveniente, tanto para el establishment como para los organismos internacionales.
Cada una de las incógnitas de las que hablamos están íntimamente relacionadas. La capacidad de poder volcar recursos al sector sanitario y mantener y restablecer la economía forman parte no solo de la iniciativa estatal, sino de la espalda financiera que cada Estado tenga. En este caso, ser miembro del FMI debería permitir asistencia en los momentos en los que las necesidades lo requieren, como es el caso.
Si bien quien tiene que pasar la prueba del estrés pandémico es el FMI, resultan interesantes sus necesidades, financieras y políticas, por mantener los objetivos para los que fue creado. El coronavirus hundió a los mercados emergentes. A medida que los inversores se apresuraron hacia la seguridad, las principales economías emergentes perdieron más de U$S 100 mil millones en reservas de moneda extranjera solo en el mes de marzo. Los flujos comerciales se redujeron, las entradas de capital se secaron. En muchos sentidos, la pandemia ha sido más dura para las economías emergentes que la crisis financiera mundial de 2008.
Hay países que son demasiado fuertes para que los rescaten y otros que son demasiado débiles para estar solos. El 15 de abril, el G20 anunció un acuerdo para suspender el servicios de la deuda externa de un grupo de 77 países, la iniciativa Debt Service Suspension Initiative (GSSI), que implica el aplazamiento de hasta U$S 12 MM de países pobres hasta finales de 2020. Esta iniciativa no cubre a los privados y los países deberán pagarle al Banco Mundial, al FMI o al Club de París el capital e intereses diferidos.
Un poco peor resulta si con esta lógica no se sabe si se están salvando países o al propio FMI. Hay tres tipos de países. Los mencionados, con una incapacidad manifiesta de pago, pero que, quizás aun difiriendo sus pagos, serán castigados con políticas de austeridad, una verdadera novela del horror. Otro grupo con problemas muy parecidos a los países centrales, como Corea del Sur, Taiwán y Tailandia, con fuga de capitales, pero con espalda de reservas. Y, por otro lado, Brasil, Indonesia, Argentina, Líbano y Turquía, con problemas económicos preexistentes, por lo que no conviene darles financiamiento, y se trasladan sus recortes de pago al sector privado.
El FMI ha ofrecido ayuda a las economías emergentes golpeadas por la pandemia a través de su Instrumento de financiación rápida. Así, está preparado para proporcionar una pequeña cantidad a un gran número de países. Pero los U$S 100 mil millones disponibles palidecen en comparación con los más de $ 2.5 billones que el FMI ha identificado como necesarios.
Para satisfacer una parte de esta necesidad, el FMI debería autorizar un aumento de una sola vez en las reservas mundiales de divisas. Una asignación denominada derechos especiales de giro (DEG), que le permitiría distribuir la moneda interna del FMI, el DEG, a todos los países en proporción a sus contribuciones existentes. El FMI autorizó una asignación de DEG por valor de 250 mil millones de dólares en 2009. Pero ahora, frente a lo que en muchos aspectos es un shock mayor, el FMI no presionó para hacer uso de este mecanismo, aparentemente por temor a ofender a la administración del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. El Fondo debe pedirle a su junta autoridad para usar el mecanismo de asignación de DEG y obligar a los Estados Unidos a tomar el calor político que vendría de bloquear explícitamente la medida, cosa que seguramente haría.
Esta lógica de perdurar y perpetuarse, aun a costa de negar la ayuda a las distintas naciones, queda claramente expresada en la Argentina, donde está utilizando los mismos mecanismos de presión con los privados que utilizó en Grecia, para que retraigan y refinancien las obligaciones con el país, así el FMI no tiene que reestructurar o realizar quita a las acreencias argentinas y cobrar de forma natural. La actitud del organismo internacional ha sido triste y célebre a lo largo de su historia, y no ha cambiado ni siquiera con una pandemia que al 9 de mayo había infectado a más de 7.5 millones de personas. El FMI es la ortodoxia según san Mateo.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN
Por Alejandro Marcó del Pont – Lic. en Economía y Magíster en Relaciones Internacionales (Universidad Nacional de La Plata). Analista de economía. Columnista y comentarista en varios periódicos, radios y televisiones internacionales. Bloguero en El Tábano Economista.