Por Lucas Díaz Ledesma, Ramiro Garzaniti y Ernesto Navarro Martinez | Estado y Pandemia: reconocimiento, redistribución y derecho a la salud

El debate entre redistribución de derechos y reconocimiento cultural y simbólico por parte del Estado es escenario por excelencia de la discusión contemporánea sobre la justicia. Lo que se señala en este debate son dos formas de entender la injusticia: una socioeconómica, anclada en la estructura política y económica de las sociedades (materializándose en explotación, pobreza, etc.); y otra cultural o simbólica, asentada en los patrones culturales de representación y discurso (por ejemplo, la dominación cultural, la discriminación, el machismo, etc.). Ante ello, aparece, por un lado, la redistribución como método para reparar las injusticias socioeconómicas, que consistiría en algún cambio en la estructura económica y política; por otro lado, el reconocimiento como estrategia para remediar injusticias culturales, que se centraría en alterar las valoraciones culturales de la comunidad.

Nancy Fraser, una de las voces más relevantes en el debate, propone que ninguna de las dos posturas señaladas es adecuada para la resolución de los problemas de injusticia, pues ambas resultan demasiado generales y poco matizadas. De esta forma, señala que “la justicia hoy en día requiere, a la vez, la redistribución y el reconocimiento” y que sólo integrando ambas vías podemos encontrar un marco adecuado a las exigencias de nuestro tiempo. La autora apela al género y la raza como ejemplos paradigmáticos de la de la justicia, pues ambas dimensiones configuran redes de dominación asentadas tanto en lo económico como en lo cultural/simbólico.

¿Es suficiente que el Estado corrija las leyes o reconozca nuestras identidades si no hay un acceso fáctico a comida, trabajo, salud o educación? ¿O nos estamos quedando, como se dice coloquialmente en Argentina, en una discusión leguleya que se pierde en los marcos jurídicos sin prestar atención a lo que pasa alrededor? Lo que pone de manifiesto el Coronavirus es que resulta impostergable que el Estado nos brinde justicia desde el reconocimiento y desde la redistribución. Para ello, será preciso garantizar el respeto y la promoción de los correlatos jurídicos del debate: los derechos civiles y políticos y los derechos económicos y sociales. Esta crisis desnuda lo desnudo: las desigualdades en el acceso de aquello que osan llamar “derechos humanos[1]”. Dicho esto, entonces: ¿hablamos de derechos para todEs o hablamos de privilegios para algunOs?

El concepto de salud, común en nuestro cotidiano antes de estos eventos, es hoy el eje central y tema de esta crisis. Entonces, ¿Qué pasa con la redistribución de derechos y el reconocimiento cultural de distintos grupos cuando hablamos de acceso a la salud?

Gozar de atención de la salud es considerado un derecho humano por distintos marcos legales nacionales e internacionales. Por ejemplo, en la Constitución de la OMS se menciona que “el goce del grado máximo de salud que se pueda lograr es uno de los derechos fundamentales de todo ser humano sin distinción de raza, religión, ideología política o condición económica o social”. Lo mismo ocurre con el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales establecido en los 60 por los países miembros de la ONU; en su artículo 12, se afirma que “los Estados Parte en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental”.

Por otro lado, coexisten en el mundo marcos jurídicos donde la salud no es un derecho. Y, porque hay una relación entre las palabras y las cosas, dichos países muestran peores indicadores en salud que el resto. Como caso que ilustra esta cuestión, Estados Unidos no ratificó el recién mencionado Pacto (junto con un puñado de Estados desarrollados y vanguardistas como Mozambique, Omán y Arabia Saudita); en este país, la salud no es considerada como un derecho humano. Por solo mencionar un ejemplo, siguiendo lo señalado por Escudero, en Estados Unidos se está gastando en salud, por habitante y por año, 9.000 dólares; Cuba, otro país que no ratificó dicho Pacto (aunque por otras razones), gasta 600. En Cuba, la esperanza de vida al nacer es la misma que en Estados Unidos y la mortalidad infantil es menor. Estos datos ya estaban disponibles antes de esta crisis.

Para cualquier persona que se introduzca en el tema, resultará obvio que una salud pública que garantice el acceso de toda la población al sistema sanitario obtendrá mejores resultados. Incluso les estadounidenses que defienden este sistema mercantilista lo admiten; por ello, los argumentos para defender tal modelo giran en torno a la libre elección, por parte de les ciudadanes (consumidorxs), de los servicios a los que desean acceder. Así, por ejemplo, hace unos años, cuando Obama lanzó el “Obama Care”, las protestas en contra del programa incluían pancartas que comparaban a Obama con Hitler por proponer que cada persona que formara parte del programa tendría un centro de salud asignado (anulando la posibilidad de cada ciudadane de “elegir” dónde atenderse). Interesante dato es que, antes del Obama Care, diche ciudadane sólo podía optar entre rezarle a un dios cualquiera o ser budista para tratar su diabetes tipo 2. Une preferiría suponer que quienes protestaban no eran esas mismas personas. Lo que se quiere señalar es cómo el argumento liberal de la libertad de elección termina siendo libertad sólo para quienes sí pueden posicionarse como consumidorxs. Estos consumidorxs suelen ser blancOs de clase media o alta y si tenes la suerte de ser hombre y heterosexual: ¡felicidades!, sumas puntos extras. En el marco de exclusión y precarización que habitamos quienes estamos fuera de la [hetero]norma, se vuelve imprescindible una redistribución de derechos a todxs.

Como puede verse, sobran los motivos para afirmar la urgencia de una salud verdaderamente pública. A fin de lograr tal objetivo, sin embargo, no podemos obviar que la entrada de la dimensión salud en la agenda pública occidental está íntimamente ligada con la ganancia de los grupos de poder, primeramente relacionada a la conquista de territorios y luego a la conquista de mercados. Es así que los primeros hospitales nacen entre los grupos militares (Foucault, 1966), debido a que entrenar un soldadO costaba tiempo y dinero y, si se moría, el “gasto” se consideraba perdido.

Por lo tanto, los servicios de salud nacen cuando la vida se vuelve más preciada, pero preciada para otrOs y no en sí misma. Este mismo argumento parece ser válido hoy, sobre todo cuando empresariOs y grandes capitalistas demandan el fin de la cuarentena en pos de no disminuir sus ganancias. A fin de comprender cómo se habilita este reparto donde algunas vidas deben preservarse y otras no, aparece, como posible clave de lectura, la biopolítica. Como dice Paul Preciado, para esta apuesta teórica “el cuerpo vivo es el objeto central de toda política”, puesto que “la tarea misma de la acción política es fabricar un cuerpo, ponerlo a trabajar, definir sus modos de reproducción”. Es, en este sentido, que el sistema de salud (su naturaleza, sus reglas, sus usos, sus agentes y destinataries, etc.), además de constituirse como uno de los campos cruciales de disputa durante este impasse, aparece como un elemento central para comprender el despliegue del biopoder, permitiéndonos reconocer cómo operan sus entramados.

Como puede verse, sobran los motivos para afirmar la urgencia de una salud verdaderamente pública. Ello implicará, además de redistribuir efectivamente el acceso a toda la población, reconocer las especificidades, dificultades e impactos diferenciales de todos los grupos sociales (y no solo de aquellos que detentan el poder). La coyuntura pandémica ha llevado a que la salud se constituya como el campo crucial de disputa durante este impasse. Como sociedad, esto nos presenta la oportunidad de repensar nuestros sistemas sanitarios (su naturaleza, sus reglas, sus usos, sus agentes y destinataries, etc.), a fin de construir nuevos ordenamientos donde la salud sea, efectivamente, un derecho de todEs.

[1] Promoción válida solo para blancOs cis-heterosexuales. No incluye negrxs, mulatxs, maricas, trans, disidencias, mujeres, pobres, lesbianas, inmigrantes…


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN

Por Lucas Díaz Ledesma, Lic. en Comunicación – Ramiro Garzaniti, Lic. en Psicología y Ernesto Navarro, Lic. En Filosofía.