Por Camila Marcó del Pont | Acoso callejero

A finales de los años setenta distintos textos feministas comenzaban a visibilizar las diversas formas de violencia femenina, destacando su cotidianidad y frecuencia. A pesar de ello, el fenómeno del acoso callejero ha sido poco estudiado por su presunta insignificancia que lo volvió casi invisible.

En general, el acoso callejero se ha definido como una forma de violencia de géneros de naturaleza sexual no recíproca, dirigida principalmente contra las identidades históricamente oprimidas. Es una de las primeras violencias que padecemos, y una de las más complejas de evidenciar. La idea es que incorpora un acoso constante y sostenido en el tiempo que soportamos a partir de los diez años aproximadamente.

Este tipo de acoso engloba una serie de situaciones que no se reducen simplemente a los supuestos halagos en la calle, sino que abarca la persecución en la vía pública, las exhibiciones obscenas, contactos indebidos, entre otras formas posibles. Estas conductas no solo son inapropiadas, sino que poseen la capacidad de grabar en forma casi instantánea huellas que dan como resultado consecuencias tanto psíquicas como corporales.

Sobre la base de una investigación realizada por la Red de psicólogas feministas con el Instituto de Investigación para una Nueva Buenos Aires, en alusión a las percepciones o sensaciones que este tipo de violencia genera, podemos sostener que el 60% de las mujeres sentía vergüenza, mientras que el resto sufría efectos tan variados como miedo, bronca, impotencia, tristeza, entre otras. El correlato subjetivo de esa violencia está directamente relacionado con la consecuencia psíquica que acarrea, un flagelo que simboliza un constante y tenaz estado de alerta.

El acoso callejero no es un piropo, es violencia y tiene consecuencias. Es un persistente recordatorio de la vulnerabilidad que supone la calle. El varón refuerza su dominio en dos campos: por un lado, el espacio público, el terreno, el lugar donde se confirma como amo y señor; por otro lado, sobre la mujer, (volviéndola) haciéndola (una intrusa) extranjera.

El espacio que debería ser seguro para todes, un espacio neutro y asexual, concluye siendo un lugar donde se refuerza el género. El acoso callejero posee una lógica de coerción masculina y objetivación femenina, una de las formas más sutiles y a la vez más extendidas de violencia machista.

En nuestro país, el acoso callejero no es considerado delito. Desde las ciencias jurídicas se entiende por delito a toda conducta tipificada, que está incluida en el Código Penal. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires existe una normativa particular que lo encuadra como contravención. La misma no implica la privación de la libertad, sino sanciones mínimas como multas o trabajo comunitario.

Durante 2019 se impulsó un proyecto de ley, que tiene solo media sanción, para que sea incluida como delito. El arresto en este caso puede ser de horas, sin que implique la privación total de la libertad. Faltaría la otra media sanción de la Cámara de Senadores para que ese proyecto se convierta en ley, y se incorpore como delito al Código Penal.

Sin embargo, la Ley de Protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres (Ley 26485), engloba al fenómeno mencionado dentro de la violencia simbólica o sexual. La misma es un modo de violencia indirecta, que la mayoría de las veces se exterioriza como micromachismo[1], siendo así muy difícil de visibilizar.

Por eso es tan importante el papel de la Educación sexual integral (Ley 26.150), que da lugar a la prevención. Esta ley invita a que la sexualidad deje de ser algo que se transmita exclusivamente en el seno de la familiar (donde suele ser un tabú), para inscribirse en una red más amplia de simbolizaciones.Hay que reconocer que lo educativo produce subjetividad, y moldea las prácticas humanas. La escuela es un organizador simbólico donde se define la relación del sujeto con la sociedad, y es allí donde se crean articuladores que producen nuevas formas de simbolización.

El machismo no solo implica reproducir lógicas patriarcales, sino también encubrirlas o ser cómplices de ellas. ¿Cuántas veces invisibilizamos situaciones de violencia? ¿Cuántas veces callamos mientras a una persona la acosaban delante nuestro?

Hace décadas que desde el feminismo se viene luchando por desnaturalizar aquello que está visto como dado, inmutable, y natural. Debemos romper con el paradigma machista y opresor para adentrarnos en el paradigma de la inclusión y la sororidad.

[1] Término propuesto por el psicólogo Luis Bonino Méndez para designar a todo tipo de violencia machista legitimada por el entorno social, en contraste con otras formas de violencia machista habitualmente denunciadas y condenadas.


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN

Por Camila Marcó del Pont – Psicóloga. Columnista del medio de comunicación digital El Tábano Economista.