En las últimas semanas, Venezuela se ha visto atravesada por una serie de debates en torno a la influencia que tienen las redes sociales en los jóvenes. Un reto viral conocido como ‘rompecráneos’ se extendió con rapidez en los colegios venezolanos. Se hizo popular por la red social TikTok, y dejó no pocos daños.
Por *José Negrón Valera
La violencia contra quien es víctima de este reto sensibilizó inmediatamente a la sociedad, y se multiplicaron las campañas y los llamados para detener la propagación de estas prácticas.
TikTok se ha convertido en poco tiempo en la red social favorita entre los jóvenes de 13 a 25 años. El formato de videos que no sobrepasan los veinte segundos y su interfaz intuitiva y flexible para la edición de videos le han colocado entre los primeros lugares de descargas de las plataformas de Apple y Android.
Los retos virales a través de ella se han masificado y diversificado conforme avanza su potencial para influir en los seres humanos.
Sin embargo, tal y como explica la periodista venezolana Cristina González, a la hora de informar sobre los hechos sociales no basta con ser acuciosos. Hay que tener la entereza y la capacidad necesarias para usar un ojo de pez, es decir, una mirada lo suficientemente amplia como para que el acontecimiento no pase por alto los factores que lo rodean y explican.
El peligro que entraña usar el daño a otro ser humano para entretener urge a adoptar esa mirada amplia sobre una característica distintiva de estos tiempos: la viralización del mal.
No es solo TikTok
Conforme los llamados de alerta y reflexión sobre la práctica de romper cráneos crecían en televisión y en las propias redes sociales, era imposible dejar de pensar en cómo estos fenómenos llamados retos virales se hacen cada vez más cotidianos en la sociedad.
En líneas simples, un reto viral consiste en someterse o someter a otro, a una situación potencialmente peligrosa y grabar en vídeo la acción para luego ponerla a disposición a los espectadores. La recompensa llega en forma de likes, más exposición pública y la promesa de una efímera fama.
Las redes sociales han transformado el mundo en un gran coliseo romano. Solo que ahora, la esclavitud y la exposición a la muerte se hacen de forma voluntaria.
El fenómeno del coliseo y lo que ocurre dentro de él no es desconocido para los poderosos.
El 2 de junio del 2019, Bilderberg discutió en su reunión anual la armamentización de las redes sociales. Para ello, trajo al experto Peter Singer, quien dijo sin cortapisas que el mundo digital se ha «convertido en un nuevo espacio de batalla», y en dicho lugar todos nosotros «somos los objetivos de dicha guerra».
La naturaleza de esta guerra está por definirse, o al menos sus intenciones explícitas. Lo que sí que tienen claro es que el mundo digital ha sometido al mundo real a lo que la investigadora Melinda Davis define como un estado de semiconsciencia colectiva, donde lo virtual «ya no es un universo alternativo, sino el mismo universo» y «los valores, las imágenes, los procesos y las pautas de la pantalla primaria conforman hasta lo que sucede fuera de la pantalla». «La pantalla primaria es la nueva vida real, el macromarco en el que moramos».
Si usted, lector, echa un vistazo a su círculo cercano, ¿podría contar a las personas cercanas que se encuentran mirando una pantalla? Lo viral no se circunscribe a una determinada red social; hablamos de un fenómeno cuyos efectos a largo plazo apenas estamos descubriendo.
El efecto lucifer: de lo digital a lo concreto
Pasamos cada vez menos tiempo en el mundo de carne y hueso y mucho más en el imaginacional. La pantalla se ha convertido en la puerta de entrada, el vaso comunicante entre ambos planos.
Al utilizar la metáfora del coliseo romano, pienso en por qué somos capaces de obrar el mal para divertir a una audiencia a la que apenas le importamos.
Recurrí al libro de Philip Zimbardo El efecto lucifer para tratar de entenderlo. La pregunta inicial de Zimbardo es simple: ¿por qué la gente buena se vuelve mala?
La maldad «consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre», apunta el investigador.
En este caso, Zimbardo plantea que la psicología ha tratado de explicar la transformación del carácter humano en distintos estadios. Un nivel «disposicional» o individual (manzanas podridas), uno impulsado por las fuerzas situacionales o del contexto (el barril malo), y otro en el que coinciden las influencias del sistema político, social y cultural (los hacedores del barril malo).
Al observar el reto viral rompecráneos bajo el esquema de Zimbardo es posible considerar que los muchachos que causan daño a su compañero no son absolutamente responsables de la maldad que infligen.
Para el investigador, existen aspectos que son dejados de lado. En este caso, los denomina fuerzas situacionales. No hay manzanas podridas, sino barriles malos y personas que construyen dichos barriles.
Pienso en esta conclusión cuando analizo los retos virales, es decir, un contexto que ha hecho creer a los jóvenes que banalizar el mal suele resultar divertido y trae recompensas vacuas en algo tan etéreo como un like en redes sociales.
La construcción de los propios algoritmos de recompensas en las redes sociales, donde la dopamina fluye sin control a través de las redes neuronales, ha servido como plataforma para que ocurran los procesos que posibilitan la reproducción del mal. Piénsese en los siguientes apartados, teniendo en mente cualquier reto viral:
- dar el primer paso: atreverse a realizar la acción;
- deshumanizar a los otros: dejar de sentir empatía por el dolor ajeno;
- desindividuación del anonimato: el individuo desaparece conforme actúa en la masa;
- difusión de la responsabilidad personal: el individuo no asume culpas y las desvía hacia factores y actores más abstractos;
- desobediencia ciega a la autoridad: el juicio y la ética personal se subordina a la jerarquía del poder;
- no hacer nada: permitir a través de la inacción que el mal ocurra.
Muchos creerán que se trata solo de diversión. Que el mundo digital no puede traspasar la barrera infranqueable a esta realidad que habitamos. Que apagar el teléfono inteligente y desconectarse ya es suficiente.
La verdad es mucho más cruda, y lo ilustraré de la siguiente manera.
La campaña de sanciones contra Venezuela, que incluso ha sido catalogada por relatores de las Naciones Unidas como crímenes contra los derechos humanos, comenzó con una avanzada del mundo imaginacional.
De la burla hacia el chavismo a través de imágenes y videos para impulsar una estrategia de deshumanización similar a la que se vivió durante el genocidio de Ruanda, se comenzó a perseguir sistemáticamente, a dar el primer paso, a escrachar, a quemar vivos a seres humanos. Con cada noticia falsa que difundían para alentar crímenes de odio y cuya responsabilidad personal se difuminaba bajo el paraguas del anonimato de las redes sociales, se avanzaba en la legitimación de medidas cada vez más brutales y escandalosas.
Primero colonizaron de odio el mundo imaginacional y luego llenaron de atrocidades la realidad sensible.
Estados Unidos y sus operadores políticos en Venezuela usan las sanciones como si fuesen un reto viral. Un espectáculo mediático al que se le ha desprovisto de toda la carga maligna que conlleva. En el que luchan por ver quién lleva más lejos la maldad, quién arriesga más la supervivencia del país.
Así como nos escandalizamos cuando el cráneo de un joven choca contra el suelo, debemos reaccionar de la misma forma cuando un niño deja de ser operado de la médula porque la empresa CITGO fue confiscada por Estados Unidos. Cuando se nos prohíbe importar medicinas para el cáncer o cuando se nos condena a sufrir.
Zimbardo concluye que la mayoría de la gente no es buena o mala, pero sí que la mayoría de los seres humanos tiende a no hacer nada ante las acciones negativas.
No se puede banalizar el mal y mucho menos escudarse tras una pantalla solo porque se piense que un like o compartir una noticia falsa no causa daño. Piense en que la próxima vez que le da un me gusta a una publicación de apoyo a las sanciones o a la posibilidad de una intervención militar, está abriendo un peligroso portal para que los electrones y pulsos eléctricos del celular se transformen en un misil que arrasará con todo lo que conoce.
¿Y cuál será la recompensa de todo eso? ¿Se sentirán a gusto los venezolanos y venezolanas alrededor del mundo, haciendo viral el llanto de una niña a la que la guerra ha robado la vida y su futuro? Sé que la respuesta será negativa.
Y lo sé porque estoy seguro de que más allá del modelaje, los artificios y el esfuerzo por destruir los lazos que nos unen como humanos, existe una fuerza mucho más poderosa que le hace frente y que hay que proteger a toda costa. «La única cosa que podemos percibir y que trasciende dimensiones de tiempo y espacio» y en la que debemos confiar aunque no podamos entender aún todo su poder: el amor, la llaman.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN
*Antropólogo y escritor venezolano, columnista de Sputnik, investigador en guerra no convencional, contraterrorismo y operaciones de información. Autor de los libros ‘Un loft para Cleopatra’, ‘Reyes y dinosaurios’ y ‘Saber y poder: el proceso de renovación académica en la UCV (1967-1970)’. Premio Nacional de Literatura “Stefanía Mosca” 2018.