El descubrimiento de la penicilina por Alexander Fleming en 1928 se suele relatar como un golpe de azar. Pero el médico escocés llevaba años dirigiendo la investigación en busca de agentes antimicrobianos.
El descubrimiento de la penicilina por Alexander Fleming en 1928 se suele relatar como un golpe de azar que recayó sobre un trabajador descuidado que había dejado una placa con un cultivo de bacterias abierta encima de su mesa de trabajo mientras se iba de vacaciones. El hongo que aterrizó en ella mató a las bacterias, y el afortunado Fleming pudo atribuirse la salvación del mundo.
Pero no todo fue fruto de la casualidad. En realidad, el médico escocés llevaba años dirigiendo la investigación en busca de agentes antimicrobianos. Sin embargo, Fleming no consiguió desarrollar el medicamento, ya que se encontró con demasiadas dificultades para purificarlo. Esta tarea correspondió a Howard Florey, Erns Chain y Norman Heatley, que la llevaron a cabo en Oxford al cabo de más de una década. Las necesidades de la guerra actuaron como catalizador.
El primer paciente tratado con penicilina fue el policía Constable Albert Alexander. Según la leyenda popular, Alexander contrajo una septicemia a consecuencia de un pinchazo cuando estaba podando rosales en el jardín de la comisaría del bonito pueblo de Wootton, en el condado de Oxford, a principios del otoño de 1940.
El estado de Alexander empeoraba rápidamente. Para entonces, los investigadores pensaban que se podía intentar usar la penicilina en humanos, ya que habían curado infecciones en ratones y habían probado su inocuidad en un voluntario en fase terminal. El policía, que en ese momento se encontraba internado en la Radcliffe Infirmary de Oxford, estaba cubierto de abscesos y ya había perdido un ojo.
Alexander recibió una dosis inicial de 200 miligramos de penicilina, seguidos por otros 300 cada tres horas durante cinco días. El paciente experimentó una notable mejoría a corto plazo. Sin embargo, el cuerpo eliminaba tan rápidamente la fórmula original del antibiótico que Florey comparó su misión con intentar llenar una bañera sin el tapón puesto. Esto explicaba también la necesidad de repetir la dosis con tanta frecuencia.
La orina del paciente se recogía y se enviaba de inmediato a la unidad de producción de penicilina de la Escuela de Patología de Sir William Dunn, donde Chain purificaba a la desesperada el medicamento excretado para volver a utilizarlo. Sin embargo, no pudo recuperar bastante. Alexander recayó y acabó muriendo.
No obstante, su mejoría temporal ayudó a persuadir al equipo investigador de que, solo con haber conseguido producir cantidades suficientes de antibiótico, habrían podido curarlo.
Florey se marchó a Estados Unidos en compañía de Heatley. Allí, el primero convenció a varias grandes empresas farmacéuticas (entre ellas Merck, E R Squibb & Sons, Charles Pfizer & Co. y Laboratorios Lederle) de que aumentasen la producción. Gracias a ello, al final de la Segunda Guerra Mundial, miles de soldados aliados sobrevivieron a las heridas sufridas en el campo de batalla y recibieron tratamiento contra las enfermedades de transmisión sexual, incluida la gonorrea. El trabajo fue el inicio de la revolución de los antibióticos.
Hace poco, una tía mía ya anciana me contó la historia de una antigua amiga, Sheila LeBlanc. Sheila es hija de Constable Alexander. Es más, todavía vive y tiene su residencia en California.
Le escribí un correo electrónico con algunas preguntas. Me contó que, cuando su padre murió en 1941, ella y su hermano quedaron al cuidado del Orfanato de la Policía para el Sur de la Provincia, en Surrey, porque su madre, Edith, tenía que trabajar.
En la década de 1950, Sheila sucumbió a los encantos de un soldado estadounidense. Se casaron y se trasladaron a Estados Unidos, donde lleva viviendo más de 60 años. Hasta la década de 1960 su familia no descubrió el papel de Albert Alexander en las notas al pie de la historia de la medicina, cuando un periodista alemán se presentó en la puerta de Edith Alexander pidiendo una fotografía del primer paciente tratado con penicilina.
Resulta que el infame rosal era apócrifo, aunque Sheila recuerda que la comisaría tenía un bonito jardín de rosas. El corte fatal estaba cerca de la boca y se produjo en un ataque aéreo alemán a Southampton, ciudad a la que su padre había sido destinado para mantener el orden durante los intensos bombardeos de noviembre de 1940.
Fuente: El País